Anagrama reedita “Los combatientes”, novela publicada en 2013 por Caballo de Troya y que le valió a Cristina Morales el Premio INJUVE 2012. Kike Hernández dijo de esta obra que era un libro-bomba.
Por: Andreu Navarra
“Qué caminos supuestamente liberadores son, en verdad, trampas?”, se pregunta Elvira Navarro, prologuista de lujo de esta nueva edición de la primera novela de Cristina Morales. Con posicionamientos claramente antisistema, rompiendo con su persona y con su literatura las convenciones tranquilizadoras del mundillo literario, es justo que nos preguntemos si estamos realmente delante de un libro-bomba y una escritora-bomba.
Sin embargo, hay una cuestión previa que consiste en dilucidar si esta escritura es renovadora y suficiente hoy, yo pienso que sí. Y suscribo las palabras de Elvira Navarro: “Cuando Los combatientes se publicó en la editorial Caballo de Troya siendo su director literario Constantino Bértolo (corría el año 2013), ciertas luchas, convenientemente sometidas ahora a la corrección política, no eran aún rentables, y por tanto la Realidad no se había apropiado de ellas.” Explica hasta qué punto hizo bien Morales cuando se desmarcó del 15-M, un movimiento que, para ella, sólo buscaba un acomodo material para los jóvenes (un coche y un piso), y no una auténtica renovación política.
Los combatientes tiene que ver con ello. Habla del poder: de los poderes que pueden actuar dentro de un grupo de teatro y de cómo funcionan las generaciones culturales y políticas dentro de España. Es un libro que nos ayuda a cambiar la pregunta sobre la corrección del arte por la pregunta sobre cómo podemos reventarlo todo mucho mejor y de manera más divertida.
Hay otras preguntas que parecen urgentes cuando se escribe sobre Cristina Morales, aunque pienso que deberíamos ceñirnos a lo propiamente literario, que es donde realmente la escritora despunta. Demasiado acostumbrados a polemiquitas, a lo que nos parece “normal” o no, “correcto” o no, igual ha pecado todo el mundo de falta de atención. En el caso de Morales, parte de su grandeza estriba precisamente en la fiesta que significa liberarnos de tales preguntas y presuntas ofensas. Que escriba que se suba una chica, Dogy, a un escenario, para darle un morreo a José María Merino, resulta divertido. Falta relajarse en el mundillo y disfrutar de más novelas desenfadadas como ésta. Y si nos preguntamos, como hace Elvira Navarro, por la falta de tradición que Cristina Morales tendría detrás, quizá no exista exactamente tradición, pero hay libros de Pablo Rivero (también en Anagrama), o vetas de picaresca moderna que sí son compañeros de viaje de su narrativa.
Lo realmente singular es que se le concediera el Premio Nacional a alguien no dispuesto a abandonar sus raíces punk, a alguien no dispuesto a someterse e intentar someternos. Zanjaría esta cuestión con una reflexión: ya no debería sorprendernos que una democracia ejerza como tal, y las democracias no sólo tienen la obligación de tolerar la disidencia, sino de incluso financiarla y premiarla y fomentarla. De lo contrario, esa Realidad que es Poder, tal y como nos recordaba Elvira Navarro, nos sume en un mar de corrección aburridísimo. Curiosamente, Los combatientes, reflexiona contantemente sobre esta cuestión, aunque lo hace en estilo directo, como hacía Baroja, no desde la voz autoral de primer grado: “Si los jóvenes están disconformes con lo que encuentran, no tienen necesidad de justificar con muchas razones su actitud. No tienen que explicar la disconformidad, tarea que absorbería su juventud entera y la incapacitaría para la misión activa y creadora que le es propia”.
Nuestra España actual está intentando por todos los medios que los jóvenes abdiquen de su función natural y se conviertan en rebaño consumista pronto. La clase académica ha asumido los esnobismos vanguardistas para rebajar o controlar la intensidad de la disidencia (lo explica Morales cuando glosa la reacción de un tribunal académico ante la cópula escenificada). Por esta razón, cuando aparece alguna figura o propuesta realmente libre, no enclavada en una secta o partido, nos sigue molestando.
“Si los jóvenes están disconformes con lo que encuentran, no tienen necesidad de justificar con muchas razones su actitud. No tienen que explicar la disconformidad, tarea que absorbería su juventud entera y la incapacitaría para la misión activa y creadora que le es propia”.
Necesitamos creernos revolucionarios pero nunca hemos sido más obedientes y sumisos, porque utilizamos un lenguaje prediseñado, encauzado, asumido y previsto. Nada nos beneficiaría más que atrevernos a leer a Foucault, lo que realmente dijo Foucault, para darnos cuenta de hasta qué punto resultamos ridículos rodeados de explosiones controladas.
Eso es lo que es realmente explosivo: reconocer que los jóvenes quieran escapar de las trampas sonrientes que les hemos preparado, para tratar de buscar su camino, fuera de nuestros raíles. Esto es lo que nos inquieta: que sus opiniones sean distintas a lo que percibimos como corrección o como innovación. Porque nosotros esperamos de ellos que protesten o se muevan como nos sea más cómodo, más asimilable. Sin embargo, lo que debemos pedirles es que ejerzan de jóvenes, y escapen. Y follen e interpreten y escriban como les dé la gana, no como nos guste a nosotros.
En este sentido, Los combatientes es una obra relevante, cuya relevancia crecerá. Por la sencilla razón de que la ironía con la que está escrita es cada vez más necesaria. Resulta de lo más refrescante leer algo amoral en este contexto actual lleno de acusaciones, sospechas e ignorancias iconoclastas. Si hay que dinamitar, que se haga bien, sin aburrir al personal con moralinas, admitiendo que todo puede estar “bien” en arte. Los escritores han de indagar, y no ejercer de padres de la patria. Por ejemplo, cuando el Grupo de teatro de la Universidad de Granada decide conservar su nombre, lo hace porque “nosotros hemos mantenido el nombre burocrático por ciertas convicciones. Creemos que una marca así de anodina es coherente con nuestro modo de enfrentarnos al teatro. Somos una compañía inserta en una institución pública y, por ello, alienada con el poder”. En las coordenadas actuales, es políticamente incorrecto confesar esto, como también lo son algunas declaraciones de las invitadas a un hilarante simposio llamado “Ellas también cuentan”, que, dentro de una novela que opera como función de teatro en las que se insertan, como muñecas rusas, otras funciones de teatro, no es más que otra escenificación. La vida cultural tiene mucho de farsa, pero no hay por qué ponerse trascendente. Amar a Bonilla, morrear a Merino, copular en el escenario, no deberían ser cosas preocupantes, ni siquiera trascendentes.
Dos de los actores se van gustando a fuerza de follar sobre el escenario. La propia Cristina Morales (porque estamos también ante un autorretrato) ensaya sus propios primeros textos sobre el escenario-novela. El propio idioma de la obra es sumamente plástico y dinámico, y nos puede recordar en forma y fondo al Bolaño vivo. Los problemas que encuentran los actores son parecidos a los de las formas bolañescas (no olvidemos que también él procedía de una cierta tradición fanzinera y libertaria): una compañía portuguesa llega mucho más allá y escenifica palizas reales en el escenario, sin ahorrar bofetadas y hematomas. La violencia era un ingrediente clave en las poéticas escénicas del siglo XX, y lo que hace Cristina Morales es sumamente interesante: en lugar de escribir una imitación, lo que hace es armar su artefacto teatral enmarcado en su novela, para preguntarse sobre la oportunidad o la legitimidad de la violencia sobre el escenario público.
Todo este juego de espejos sobre la representación del cuerpo y la necesidad de un arte violento, sin entrar nunca en el anatema o la condena, son los elementos que más realzan esta novela bien trabada y oportuna.
Las “hamletadas” que documenta en varios capítulos también operan sobre esta línea: hay un violador que se echa atrás cuando le proponen convertirse artísticamente en un violador. Todo este juego de espejos sobre la representación del cuerpo y la necesidad de un arte violento, sin entrar nunca en el anatema o la condena, son los elementos que más realzan esta novela bien trabada y oportuna.
Oportuna cuando apareció y aún más oportuna ahora, porque textos como éste nos rescatan de la vulgaridad cansina en que han caído las discusiones literarias en nuestro país.
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