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El largo combate de Katherine Dunn: Segundo asalto (aunque en realidad fue el primero)

La respuesta a por qué las mujeres son violentas por naturaleza, y otras visicitudes en la vida de una periodista de boxeo. ¡Ding-ding-ding!

Por: Beatriz García


Cualquiera que haya estado en Portand o haya conocido a alguien de Portland entenderá por qué Katherine siguió viviendo allí el resto de su vida, y por qué algunos de sus discípulos, como el escritor Chuck Palahniuk, germinaron como las rosas mutantes del Washington Park en esa misma ciudad.

Cuna de la extravagancia en U.S. -un editor la definió una vez como la Valencia norteamericana-, cualquier cosa podía y aún puede ocurrir en Portland, con sus locales de striptease para veganos, el donut de glaseado más grande del mundo y gente disfrazada de muppet paseando por las calles, y eso en verano. Tal vez se deba, como en Valencia, al enredo de líneas Harmant en que se ubica, a su enloquecedora energía telúrica, pero fue allí donde Dunn encontró desde niña el mejor caldo de cultivo para sus obras y una vida poco convencional.

Su madre, Velma, era una artista frustrada y bastante salvaje y “pegona” que murió casi centenaria, cuidando ganado y con un fusil en la mano. Su padre, que abandonó a la familia cuando Katherine tenía dos años, era linotipista. Velma y sus hijos se mudaron de Garden City, en Kansas, cuando se casó con un buen tipo, un mecánico enorme y aficionado a los combates de quien Katherine, que siempre temió seguir el destino de su madre, heredó el gusto por el boxeo.

Aunque tal vez intuía que iba a necesitarlo...

La Norteamérica de la postguerra no era ninguna broma. Katherine había nacido en 1945, su infancia estuvo marcada por la pobreza -de hecho, gran parte de su vida hasta la llegada de Geek Love-. Recordaba pasear por las calles oyendo las radios de sus vecinos retransmitiendo el combate de turno; gangs en el barrio, y violencia y sexismo fuera del hogar, y dentro también.

Uno de los hermanos de Katherine, Nick Rossich, que entonces tenía 13 años, le contó al periodista de The Oregonian, Douglas Perry, una escena de la adolescencia de Dunn que le impresionó vivamente: La joven de 17 años caminaba hacia la puerta de la casa con la cabeza gacha y expresión muy seria, mientras su madre la perseguía amenazándola con la escoba. Recibió un escobazo en la espalda, y otro, y otro, pero siguió caminando en silencio, sin protegerse del ataque o encararse con la madre. “Cuando mamá le golpeaba la cabeza, lo único que hacía era colocarse bien las gafas y dar unos pasos más. Parecía querer decirle: 'No voy a dejar que esto me afecte'”.


Dunn se inscribió en la escuela para convertirse en escritora y pagó la matrícula jugando al billar en sórdidos bares de Portland.

Katherine era la favorita de Velma, y por ello la que más palos recibió. Representaba para su madre todo lo que ella quiso hacer y no pudo, relegada al papel de ama de casa y con sus pinturas y esculturas como único consuelo. La niña le crispaba los nervios, cada vez que se le ponía a tiro le lanzaba lo que tuviera a mano, y una vez incluso le tiró un destornillador que le dejó una cicatriz de por vida en la pantorrilla que jamás trató de ocultar, porque simbolizaba la fealdad de un mundo en que el amor puede tornarse en odio con un chasquido de dedos.

“La ultra realidad es, después de todo que las bombas puedes atravesar un techo incluso cuando te escondes debajo de la cama”, escribió Dunn en una carta de 1991.

No, no había adónde ir. Sin embargo, ella trató de evitar que la metralla de las explosiones de Velma le dejase mayores marcas. Se escapó de casa y se unió a un grupo de jóvenes que vendían suscripciones a revistas, pero resultó ser una estafa que acabó con los huesos de Katherine en prisión y donde, al menos así lo relató en Attic, pasó un infierno de golpes y abusos policiales.

Para cuando salió en libertad, Dunn se dio cuenta de que la vida que le esperaba sería ésa a menos que tomase otro camino. Y eso hizo, se matriculó en la escuela para convertirse en escritora y pagó la matrícula jugando al billar en sórdido bares de Portland, llevando en ocasiones a Nick con ella para que la tomasen por una “prima” fácil de ganar. Sin duda, logró desplumar a unos cuantos.

Conseguir una beca para asistir al Reed College, una institución de prestigio, parecía indicarle que el camino por el que había optado era el correcto. Pero entonces llegó Dante Dapolonia, el joven poeta de Nueva York, ambos ebrios de aventuras y futuras historias, creyendo que en mitad de su viaje iban a encontrarse a Kerouac repostando en la misma gasolinera.

Su odisea en el extranjero sí dio sus frutos, dos novelas que más tarde Katherine se avergonzaría de haber escrito y un hijo, Eli Dapolonia.

De vuelta a Portland, madre soltera con tres empleos que rescataba muebles de la basura y debía sufrir a los descerebrados y violentos clientes de los bares donde ponía copas -un motero trató de cortarle la garganta; otro le dio un puñetazo-, Katherine volvió a pensar en la violencia, no como la 'víctima yunque' que recibía los martillazos de los demás sino como una forma de supervivencia para las mujeres.

Por eso, creen algunos, se interesó por el boxeo. Si la vida era una molienda perpetua, al menos sobre el ring, en el enfrentamiento de dos cuerpos que dialogan con los puños tenía la certeza de que uno de esos puños iba directo a su cara, y podía anticiparse, y sobre todo contraatacar.

Durante una época, Katherine Dunn fue la única cronista de boxeo del país, trabajando como corresponsal para Associated Press.

El periodismo le dio la oportunidad de golpear por duplicado. Los gimnasios locales se convirtieron en un lugar donde calentar sus nudillos y encontrar las historias que la convertirían durante una época en la única reportera de boxeo del país, trabajando para el semanario Willamette Week, para el The Oregonian y luego como corresponsal de Associated Press.

Fue ella quien le enseñó todo lo que necesitaba saber sobre la dulce ciencia a su amiga y también reportera de Willamette en aquellos años, Susan Orlean, la aclamada autora de El ladrón de Orquídeas.

En los 80', cuando ambas compartían redacción, Portland era una meca dorada del boxeo y Katherine insistió hasta que le dejaron cubrir los partidos e invitó a Susan a acompañarla. “Fui imaginando que tendría las manos sobre los ojos la mayor parte del tiempo y los dedos en los oídos”, dijo Orlean; sin embargo, Dunn le explicó el combate casi como si lo retransmitiera, el juego de piernas de los boxeadores, cada gancho y cada finta, hasta lograr que se convirtiera en algo hermoso e hipnótico.

“¡Ves! Te dije que te gustaría”, se felicitó Katherine dándole un puñetazo en el hombro.

También fue la única reportera en el mítico combate entre Thomas “Hitman” Hearns y “Marvelous” Marvin Hagler, en 1985. Katherine convenció al editor para que la enviase a Las Vegas a hacer la cobertura del campeonato mundial de peso medio, conocido como The War.

“El zumbido de alto voltaje de una gran pelea e legendario -escribió-. Ningún estreno de Hollywood ni ningún estreno de Broadway se nutre tan amplia y profundamente del brillante corazón de América. Las estrellas y los proxenetas se frotan los codos de satén. Magnates y albañiles, prostitutas de lujo y personas de la alta sociedad, todos hacen alarde de sus alegres trapos con idéntica emoción”.

Nadie olvidaría nunca sus fiestas en casa para ver el combate, ni tampoco sus crónicas de boxeo, que reunió en 2009 en el recopilatorio One Ring Circus: Dispatches from the World of Boxing.

A sus 64 años, Dunn volvió a las portadas de los diarios por machacar de un derechazo a una ladrona que trató de robarle el bolso.

Fue el mismo año en que esta escritora de boxeo y púgil aficionada pudo medirse cara a cara con una rival y demostrar al fin la tesis de que la violencia de las mujeres no es solo natural sino jodidamente necesaria.

Ocurrió a finales de noviembre. Katherine tenía 64 años, llevaba más de diez años entrenando en el Club de Boxeo Knott Street, en Portland, y salía de una tienda cargada con las bolsas de la compra cuando una mujer trató de robarle el bolso tirando fuerte de la correa. Como Dunn no lo soltaba, la ladrona le propinó una patada y un bofetón, y la escritora sintió que era el momento de actuar.

“Mi brazo izquierdo está agarrando el bolso, su brazo derecho está agarrando el bolso, estamos nariz con nariz, y le estoy golpeando tan fuerte como puedo con mi mano derecha”, explicó Dunn a The Oregonian como si narrase un excéntrico combate de boxeo.

La ladrona consiguió huir, pero lo hizo sin su bolso. Y de lo único que Katherine se lamentó fue de no haberle dado un izquierdazo “como los buenos boxeadores” y haberle roto su asquerosa nariz. "Ponerme la vacuna del tétanos me hizo sentir joven de nuevo", declaró.

Tal y como Katherine había escrito más de veinte años atrás, relatando para el periódico su experiencia como camarera: “Incluso la mayoría de matones más salvajes tienden a comportarse si una mujer está al mando”. Y qué mujer.

Sin embargo -y aunque pueda parecer mentira-, este no es el más loco, extraño y violento asalto a la vida de Katherine Dunn. En tanto hacemos un receso para la publicidad y los púgiles se deslizan a lado y lado del cuadrilátero para que el Cut Man les enjugue las heridas, se empieza a perfilar la escena de un crimen. Es decir, de varios.



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