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La increíble historia de unos caídos sin nombre: “La otra guerra”, de Leila Guerriero


Foto: Diego Sampere

En “La otra guerra” (Anagrama), Leila Guerriero practica el periodismo de altas miras, y se zambulle en una laberíntica investigación sobre un cementerio militar olvidado. Una historia que le condujo hasta las cloacas de la dictadura argentina.


Andreu Navarra


En 1982, el general Galtieri era un cadáver político, pero muy pocos lo sabían. La guerra de las Malvinas fue su último intento de apuntalar una dictadura que se resquebrajaba. El intento de invasión sirvió para movilizar todo lo que quedaba de anacrónico, épico y fermentado en la política dictatorial del país. Poco después, entre las cenizas de un régimen muchos buscaban a sus familiares desaparecidos; la mayoría habían sido torturados y asesinados por los esbirros de Videla y sus sucesores. Hubo quien empezó a remover cielo y tierra para que se hicieran memoria y justicia, pero en la lejana isla de Darwin, en las Malvinas, doscientos treinta caídos argentinos en la guerra habían quedado insepultos.


Cuando el oficial británico Geoffrey Cardozo recibió el encargo de construir un cementerio digno para ellos, tenía sólo treinta y dos años. Su historia es incongruente, casi surrealista. Pueden informarse aquí sobre ella. Cardozo indagó el nombre de muchos de aquellos cuerpos, encargó cruces y tumbas dignas, ordenó con la máxima eficiencia posible todo aquel material humano, y lo hizo por un sentimiento de lealtad cristiana y militar, si es que este oxímoron significa algo. También redactó un informe detallado, que hizo llegar a manos argentinas mucho tiempo después.


La pregunta clave de este libro podría ser: ¿Cómo puede un país impedir adrede el desarrollo de su propia memoria durante tanto tiempo, y para qué? En un libro exacto y coral, compuesto de muchas voces trenzadas, Guerriero se pregunta cómo pudieron pasar cuarenta años antes de que un solo político argentino moviera un dedo para dignificar y recordar debidamente a aquellos soldados que habían muerto en 1982, cuando los únicos que habían hecho realmente algo por ellos habían sido los enemigos en el conflicto bélico. Guerriero trata de entender y arrojar algo de luz lo que resulta completamente incomprensible.

La pregunta clave de este libro podría ser: ¿Cómo puede un país impedir adrede el desarrollo de su propia memoria durante tanto tiempo, y para qué?

Pronto nos damos cuenta de aquí las voces son más importantes que los hechos. Muchos de quienes ponían palos en las ruedas de la investigación habían sido implicados en torturas y crímenes de la dictadura. Explicaban que colaborar con los equipos forenses enviados a la isla de Darwin sería el prólogo del traslado de los restos, y daban un sentido telúrico y nacionalista al hecho de que el cementerio construido por Cardozo fuera el último bastión de presencia argentina en las Malvinas. Los familiares de los desaparecidos tenían miedo. Muchos se aferraban a ideas poco claras, a esperanzas que carecían de fundamento. Guerriero escribe especialmente atenta a los estragos que produce la incertidumbre y la mentira sobre el ser humano. La asociación de veteranos de guerra insistía en echar tierra al asunto, extendiendo toda clase de bulos para amedrentar a viudas, hermanas y madres que vivían en la incertidumbre.


La historia que rescata Guerriero tiene un mensaje para nosotros: la patriotería no cuida a quienes se sacrifican por ella. Es una cortina de humo, una gran farsa esperpéntica que tritura familias para luego ni siquiera molestarse en notificar una muerte heroica. Guerriero narra esta historia inverosímil con una austeridad ejemplar, con la dignidad propia de los grandes reportajes. Pero no “grandes” porque sean épicos o megalómanos: más bien es al revés. Guerriero practica un periodismo como lo hubiera cultivado Eurípides: atento siempre a la nota humana, acercándose a la voz de quien desea conocer. El resultado es este pequeño gran libro en la tradición de Rodolfo Walsh y Svetlana Aleksiévich.

La patriotería no cuida a quienes se sacrifican por ella.

Acabo esta reseña preguntádome cómo es posible que tantas cosas sigan permaneciendo ocultas y tergiversadas en España cuando en Argentina tanta gente se ha movido por dignificar a muertos y desaparecidos. Y no hablo solo de 1936 y las salvajes represiones de las retaguardias, sino de los fusilamientos, cárceles y campos de trabajo posteriores a 1939. Que se ignore en nuestro país lo que ocurrió en la Plaza de Toros de Badajoz, o durante la evacuación de Málaga, o lo que les pasó a las parejas de derechistas asesinados y quemados en la retaguardia barcelonesa, o que se fusilara a novicios de diecisiete años, o las condiciones de vida en las cárceles franquistas hasta bien entrados los años cincuenta, que no sepamos dónde están los cuerpos de Lorca o Andreu Nin, o algo mucho peor, que a nade le interese todo esto, no nos deja en muy buen lugar como sociedad. La historiografía ha cumplido con su deber, pero la sociedad parece seguir prefiriendo la amnesia, el mito y el inmediatismo.




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