La escritora Sarah Moss recrea en "Muro Fantasma" (Sexto Piso) una historia sobre el peligro de la nostalgia y los nacionalismos, pero también sobre la naturaleza brutal y ritual de hombres y mujeres ebrios de patriarcado.
Por: Beatriz García Guirado
La COVID nos ha convertido en seres nostálgicos. Seres que no paran de hablar de otros tiempos en los que éramos más felices, más libres, más sanos. Pero cuando una echa la vista atrás, no ha habido una sola época en la historia de la humanidad en la que la vida haya estado exenta de dolor y muerte, de la violencia ejercida de unos sobre los otros. Crisis, guerras, hambrunas… Un patriarcado feroz cuya máxima expresión son las fronteras, pero que trata al cuerpo también como una posesión no del propio yo que lo habita sino del que lo ha alumbrado y decide que le pertenece.
De "Muro Fantasma" se ha dicho que era una novela del Brexit porque su autora, Sarah Moss, la escribió como una “travesura” -cómo somos en las entrevistas- tras leer un artículo en que un nacionalista de la extrema derecha manifestaba su deseo de que el Brexit devolviera a Gran Bretaña a la Edad Media, antes de que “llegaran los extranjeros”. Un libro, entonces, que mete el dedo en la llaga de cierta nostalgia peligrosa que es la que alza fronteras y constriñe la identidad hasta convertirnos en muñequitos del Risk deseosos de volver a un pasado inventado y hábilmente manipulado.
Una historia breve pero realmente eficaz, en la que a poco que entras en ella notas las manos pegajosas de la sangre de los conejos cazados por los “machos de la tribu".
Como en las buenas novelas, Muro Fantasma tiene muchas lecturas: la oposición de la modernidad y una idea naíf e idealizada de la vida en la naturaleza, que es tan brutal como sus hijas, nosotras; lo absurdo de romantizar el pasado y convertirlo en una “bola” arrojadiza política amparada en cierta idea de pureza racial y física, de lugar de pertenencia, cuando los flujos migratorios nos han definido como especie. Y también, por supuesto, esta lectura del patriarcado como un sistema que afecta tanto a hombres como a mujeres.
En el libro, Moss cuenta la historia de una adolescente, Silvie, que participa junto a su familia en un experimento universitario para vivir un verano reproduciendo la cotidianidad de los antiguos britanos de la Edad de Hierro. Su padre, Bill, es un conductor de autobús fanático de esta época histórica y un arquetipo de “macho” patriarcal con su mano larga impactando en la cara de la hija que lo teme y lo excusa al mismo tiempo; su madre es vista por Silvie como una mujer ignorante y sumisa que trabaja de cajera en un supermercado. El único deseo de la adolescente es poner tierra de por medio, liberarse, y sin embargo, ella también es fruto de esta mentalidad que choca con la de una estudiante universitaria, Molly, quien afea y planta cara a los intentos de Bill de convertirse en el “Gran Kahuna” de esta tribu britana.
Sarah Moss: “Nuestras sombras en la arena eran las de la Edad de Hierro”.
“La gente no se molesta en dañar lo que no ama. En sacrificarlo”, dice Silvie. Y también: “Los hijos no eran dueños de sus cuerpos: estábamos todas acostumbradas a que nuestros tíos nos metieran mano a la mínima ocasión y a que nuestras madres lucieran en sus piernas magulladas el amor que se les prodigaba. Fui insolente con mi padre, señorita; me ha zurrado. Bueno, dijo, tampoco puedo decir que me extrañe del todo”.
Como en las buenas novelas, "Muro Fantasma" tiene muchas lecturas: La oposición de la modernidad y una idea naíf e idealizada de la vida en la naturaleza, que es tan brutal como sus hijas, nosotras; lo absurdo de romantizar el pasado y convertirlo en una “bola” arrojadiza política amparada en cierta idea de pureza racial y física, de lugar de pertenencia, cuando los flujos migratorios nos han definido como especie. Y también, por supuesto, esta lectura del patriarcado como un sistema que afecta tanto a hombres como a mujeres.
Sin embargo, para mí es el feroz atavismo que rezuma la novela, la cualidad de Moss como narradora pantanosa que nos llena la nariz de ese fango de la ciénaga donde fueron y van a ser sacrificados los que, como Silvie, son vistos como “persona a la que se puede hacer daño” lo más meritorio de una obra física y a la vez sagrada. Una historia breve pero realmente eficaz, en la que a poco que entras en ella notas las manos pegajosas de la sangre de los conejos cazados por los “machos de la tribu” -“El modo en que un conejo pelado se parece a un bebé decapitado”, escribe. Y también: “Nuestras sombras en la arena eran las de la Edad de Hierro”.
Seguimos siendo, en suma, salvajes algo más sofisticados. En nosotros vive el ritual y el mito. Porque ese conocimiento primigenio al que Sarah Moss alude y corre brutalmente por las venas de ciudadanos corrientes los posee en el momento en que encarnan el personaje y son capaces de maniatar a sus hijos, de construir altos muros de cráneos, como hacían los britanos para defenderse de la amenaza romana.
Clanes.
De ahí lo pernicioso de arrugar la historia, de reinventarla para maquillar voluntades políticas. Tan perdidos en el mundo del pensamiento, tan sólo necesitamos un par de estímulos para volver a ser el garrote, para que esa tierra que tenemos metida debajo de las uñas nos posea y, como escribe Moss, “La vida entera consiste en hacer daño: vivimos matando”.
Antes por hambre, ahora por ideas.
¿Si recomiendo "Muro Fantasma"? Joder, sí. Ahora bien, quítense los zapatos si no quieren que se les manchen de barro.
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