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Peligrosamente, Ariana Harwicz

En la madrugada de un lunes, borracha de sueño, la escritora argentina empezó a conspirar. Yo estaba al otro lado, nuestras voces se escapaban por el patio de luces y causaban pesadillas a los vecinos. “Escribí en acto de venganza y la vida se vengó de la escritura”, dijo.



Por: Beatriz García Guirado


A Ariana Harwicz le gustaría haber sido agente secreto. Francotiradora. Sicaria. Una de esas matronas del hampa que machacan sin concesiones a sus enemigos. Pero la vida la lanzó a la escritura como se lanza una bomba y sus palabras, que nacen torrenciales no importa si escribe o habla, son la metralla que se te clava en la carne. No, leerla no es para cobardes, ni para mojigatas, ni mucho menos para quienes pretenden convertir la literatura en un misal o un panfleto. Sus obras son las variaciones Goldberg y también un atentado contra los tabús: el incesto, ¡boom! la pederastia, ¡boom! el deseo que se enfanga y la violencia y los instintos más primarios de las mujeres. ¡Más metralla!

“Estoy a favor de los enemigos, de la venganza y de cultivar el odio para la escritura”, me dice. Es la medianoche de un lunes. Ambas en pijama, conspirando como si fuera una charla clandestina, pero los gritos se oyen por el patio de vecinos y no hay quien se atreva a mandarnos callar. “Estamos en la época más violenta, pero hay un culto a no tener odio ni pelearse, cuando en el siglo XIX los poetas se mataban a tiros o en el jaleo de la palabra”.

A Ariana le preocupa la autocensura -su enemigo principal-, pero también la censura impuesta, la corrección política que ha tocado de lleno a la industria editorial y amenaza con el fin de la buena literatura. “¡Nos quieren poner de rodillas! Están los escritores y editores de rodillas, y está la ética de cada cual de obedecer o no”, afirma. 


“Estoy a favor de los enemigos, de la venganza y de cultivar el odio para la escritura”

Avistamos con los ojos medio entornados por el sueño la nueva caza de brujas que se está cebando con la palabra. “Será peor que la peste negra”, dice. “Las editoriales quieren bestsellers de playa”. Sobre todo porque esta nueva normalidad que se nos viene encima tras la pandemia -o en la pandemia- avecina un mayor confinamiento para la libertad de expresión donde los libros sean sobre todo ideología y cualquier escritor o editor pueda ser fiscalizado, señalado y su carrera arruinada. Lo cual, según Harwicz, ya pasaba en la época de Dickens y Flaubert, pero nosotros no queremos someternos al juicio. 

"La Débil Mental la rechazó una agente española porque era muy confusa y había demasiado sexo. ¡Es absurdo! La literatura es la historia del rechazo”, señala Ariana, que vive en Francia desde hace más de una década, un país que presume de ser cuna de la Ilustración pero que le tiene pavor a sus libros. Porque son peligrosos, claro está. De todos ellos, el único publicado ha sido Matate amor y ya entonces causó una conmoción difícil de entender para alguien como Harwicz, quien admite que la palabra es violenta en la medida en que la vida también lo es, y que “reivindica la violencia de las mujeres”, al menos a través de la palabra. 

A Harwicz no le gustan los fiscales ni los juicios morales a los que han sometido a tantos escritores. Cuando visitó Barcelona para presentar su última novela, Degenerado, la historia en primera persona de un pedófilo al que llevan a juicio y se defiende en un monólogo tan tenso y durísimo que te acaba generando una incómoda empatía -un animal, un monstruo, un ser humano-, le pregunté acerca de los escritores y cineastas a los que cierta ola de fiscales de Internet habían puesto en la picota: Nabokov, Borges, Woody Allen, Polanski; ahora también Flannery O’Connor (“racista”, dicen. Una sureña de su época). Entonces ella me dijo: “¿Qué pretenden, vaciar las librerías?”. 


“Las mujeres que han escrito y más me gustan son violentas en su escritura”

Pienso que el día que Degenerado se traduzca al inglés la caza habrá terminado -curiosamente, está previsto que lo publiquen en Irak, pero la COVID retrasó el lanzamiento-. “Si escribo pensando que hay un fiscal, hemos retrocedido tantos siglos… En Francia me dicen que no ven libros donde la primera persona sea el victimario, tiene que ser la víctima. Por eso Anagrama tuvo tanto coraje al publicarlo”, cuenta. “Se escribe en un acto de venganza. Luego la vida se venga de la escritura”.

Como si de la propia pandemia se tratase, Harwicz dibuja con sus palabras un escenario postapocalíptico que siento tan real que se me secan los ojos y se me vacían los pulmones, porque afecta incluso a los traductores, una vieja obsesión de la autora. “Esta radiación también les está llegando a ellos, algunos traducen ya con el filo de la corrección política, con esta idea nazi de hacia la izquierda o la derecha. Quién se salva y quién no. Como si todo el proceso estuviera ya contaminado, todo el diseño del libro, para la gran causa que es la ideología de una época”. Y concluye, ojerosa, cansada: “Pero yo no puedo denunciarlo, no he ganado un Nobel. No tengo fuerza para ir contra eso, hago humildemente tuits y libritos”.

Durante el confinamiento intercambiamos largos audios barboteantes de angustia -”mi hijo está machacando un caracol”, terminaba uno larguísimo de cuarto de hora-. Entonces ella estaba terminando de escribir un librito, en realidad una conversación larga con un traductor sobre la lengua ligada a sus propias historias personales. En él, Ariana contaba como a los 14 años se dio cuenta de lo peligroso que era el lenguaje cuando le escribió una carta de amor a una amiga para que se la entregase a un chico que les gustaba a ambas y logró enamorarlo -para la amiga-. También cómo de niña el hebreo que hablaban sus abuelos le parecían un lenguaje de agente secreto. “El poder tiene la lengua como mercancía”, escribió. Y también: “El estilo (de un novelista) es un arma de guerra. La conquista de una visión”.


"A más internacionalismo de los medios, más trivial y comunitaria se vuelve la experiencia humana"

El francés es su idioma vehicular en el village donde vive; sin embargo, no se imagina escribiendo en su lengua de adopción, porque es, dice, una forma de ocultación. “En español puedo moverme como quiero. Hay palabras que dije en 1985 y las dije con 10 años, y con 20. En cambio el francés lo empecé a hablar con 30. Ninguna palabra tiene peso histórico y emocional”, comenta cuando le pregunto por un pasaje del libro en que el traductor, Mikaël Gómez Guthart, le comentaba que oírla hablar en francés y en español era como tener delante a dos personas diferentes. 

Ahora que le conté la historia de una joven escritora de fantástico estadounidense que retiró una novela justo antes de su publicación porque alguien la acusó en redes de apropiacionismo - la protagonista de su libro era ‘gullah’, una comunidad afroamericana que vive en las costas de Georgia, Carolina y en el extremo más al norte de Florida-, la veo tomar notas en la pantalla mientras murmura “qué interesante…”. 

“Lo que debe ser vivir bajo ese yugo en Estados Unidos, qué libros podrán salir en esas condiciones”, medita. “¡Una mierda!”, respondo. “Se produce una gran paradoja -continúa, sin prestar mucha atención a mi efusivo comentario; son más de la una y a las dos nos ataca el sueño, pero ahí seguimos conspirando-, A más internacionalismo absoluto de los medios de comunicación y tecnológicos, más trivial y comunitaria se vuelve la experiencia humana: sos negro, hablá de los negros; sos lesbiana, hablá de las lesbianas. Y no hay manera de que un no gay hable de los gays -se lo comerían vivo-, o de que un negro hable sobre un blanco. Finalmente, se vuelve algo muy tribal, se encierra la experiencia humana”. 

Suscribimos que la única ideología posible es la libertad absoluta, rechazamos a quienes intentan vender una experiencia ajena como propia, o mercadear con la tragedia. Y sin embargo, hay que escribir cada libro sin que importe más nada, para que algo permanezca. Para que la escritura se salve.

Yo podría tatuarme cada una de las palabras de Ariana Harwicz en los brazos. Un tatuaje taleguero. Una letra escarlata. “Nos van a perseguir por esto”, me despido. “¡Ah, y a mí qué me importa!”. Nos subiremos a una azotea y empezaremos a disparar. Seremos francotiradoras. Sicarias. Mujeres perversas, cargadas de malas palabras que no vas a querer escuchar. 



Fotografías por Bénedicte Roscot

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