Emma Cline publica “Harvey” (Anagrama), traducida al español por Inga Pellisa y al catalán por Ferran Ràfols, un retrato implacable de Harvey Weinstein, el hombre que desató con su trayectoria criminal el movimiento Me Too en el mundo de Hollywood.
Andreu Navarra
Me levanto, me dirijo al salón y mi pareja está viendo “Nevenka”. Aún no ha amanecido. Cojo una silla y me siento a escucharla. Automáticamente recuerdo cuando yo tenía quince años menos y compré el libro de Juan José Millás sobre el caso. Así es como supe de Nevenka y de su lucha contra Goliath. Desde entonces no he parado de repetir que ese libro debería ser de lectura obligatoria en secundaria. Lo que explica Nevenka Fernández en el reportaje de Netflix y lo que acaba de ficcionalizar la escritora californiana Emma Cline en su última novela “Harvey” tiene muchos puntos de unión.
Si algo me llamó la atención del libro de Millás era el modo en el que había conseguido retratar que un problema de fondo en toda aquella cuestión era lo que el alcalde de Ponferrada y el ambiente de la ciudad consideraban normal. El delito de acoso sexual no llevaba más que dos años especificado en el código penal español. Todas aquellas personas que se pusieron del lado del acosador contra la víctima compartían la misma cultura política y un parecido sistema de valores. Se consideraba “normal”, formaba parte de la “realidad” mezclar el poder político con la acometividad sexual, un uso prioritario de la agresión sexual por parte del detentador del poder político.
Cline ha tenido una idea genial: meterse en la cabeza de Harvey Weinstein el día antes de que se dicte sentencia contra él. La novela, por lo tanto, es un austero ejercicio de unidad de tiempo y de lugar. De haber sido una de teatro (y algo de tragicomedia tiene), hubiera pasado por el cedazo aristotélico. ¿Y qué piensa Harvey Wenstein el día antes de que lo condenen? Que NO PUEDE SER que lo estén juzgando, que él no hacía daño a nadie, no ha problematizado su normalidad, su realidad. Cree que el juicio es un “circo”, no comprende por qué le molestan, por qué tiene que dejar de ser quién era y mostrar austeridad y autocontrol, o preguntarse qué piensa de él su nieta que está cenando en su residencia, e incluso vulnerabilidad, para tratar de evitar que un jurado lo declare culpable de múltiples violaciones.
Cline ha apostado por una solución literaria valiente, ejecutada con una exactitud extraordinaria, casi diría que ayudada por un bisturí implacable. Porque consigue escribir gran literatura, al contrario de lo que viene ocurriendo en su propio país, y también en el nuestro: quien desea visibilidad acude a tópicos ideologistas y al más burdo oportunismo. Se aliña una prosa boba con cuatro tópicos, y se hace ver que se defiende una causa a través de textos automutilados y pusilánimes. Pero si hay algo que precisamente no es Cline, es pusilánime. El tono general de su novela nos retrotrae a la pequeña gran literatura del siglo XIX: a las novelas menores y malintencionadas de Dostoyevski, los cuentos de Chejov o de Henry James, los retratos psicológicos de Jane Austen y las novelas cortas de Elisabeth Gaskell. Cline no echa mano ni del estridentismo ni de la pacatería. El depredador es presentado desde un prisma irónico y ridiculizador, sin sarcasmo y sin carcajadas, con una contención y una inteligencia narrativa evidentes.
Pocos creadores se hubieran atrevido a tratar un tema tan espinoso con una eficacia estilística tan ajustada a una realidad monstruosa. La mayoría se hubiera rebajado al recurso fácil de presentar al monstruo como un aborto satánico.
Cline no echa mano ni del estridentismo ni de la pacatería.
No solo ha coincidido mi lectura de “Harvey” con el reportaje de Nevenka. Yo venía de leer otra nouvelle, “El silencio”, de Don Delillo, un libro de una técnica excepcional, pero que me había dejado con ganas de más. No hay problema: hay más libros de DeLillo en casa, y tenía “Harvey”, cuya lectura me ha conducido a preguntarme si no nos encontraremos en una especie de edad dorada de la novela corta.
Y, además, Don DeLillo aparece en la novela, quiero decir como personaje, hablando de pájaros, formando un contrapunto cultural con el protagonista, cumpliendo también un papel fundamental en el final de la obra.
Vemos a un Harvey torpe deambulando por un chalet prestado, haciendo patochadas arriba y abajo, protagonizando escenas cómicas, esforzándose en controlar o atemperar su odio e incluso su gruñona egolatría. Intentando manipular sus propios recuerdos, intentando aferrarse a los últimos lujos que le quedan antes de que su mundo se venga abajo. Es un pelele rotundo, un prisionero de sus propias pulsiones de poder. Es un hombre vulgar, una especie de agiotista en decadencia. Podría haber formado parte de una novela de Balzac o de Eça de Queirós. Carece del brillo y del carisma de los psicópatas auténticos. Se parece más a un Eichmann gordo que a un Patrick Bateman recuperado. Y precisamente eso es lo que nos hiela la sangre: ¿Con cuántos tipos así nos habremos topado, por desgracia, por la calle o en un congreso, o en un aula o en un restaurante, o gobernando un país o una ciudad?
Es como si Millás hubiera escrito un segundo libro sobre el alcalde de Ponferrada. Quizás no sería mala idea ensayar algo así. Al fin y al cabo, la raíz del problema es la normalidad depredadora con que actúan esta clase de sujetos banales, que por la razón que sea acumulan poder o brillo. Naturalmente, utilizo el término “banal” con el mismo valor con que lo utilizaba Arendt.
Lo que está claro es que lobos banales los hay a paletadas, y que por todas partes aparecen casos, y lo que está claro también es que la gran literatura puede hacerse comprendiendo, aunque duela, la radical humanidad de lo que resulta monstruoso. Otra cosa es cancelar, maquillar, puritanizar.
Ésta es una novela con clase, con un gran instinto a la hora de iluminar espacios oscuros.
Si me hicieran resumir con una sola palabra qué estilo o qué forma de trabajar me ha parecido más característica del trabajo de Emma Cline, diría “clase”. Ésta es una novela con clase, con un gran instinto a la hora de iluminar espacios oscuros, desde una perspectiva totalmente ilustrada y sonriente. Así es como se ganan las partidas culturales: con elevación, con sabiduría, y sin tijeras. Clase es la manera oblicua que tiene Cline de enfrentarse a los pasajes escabrosos de la trayectoria de Weinstein. Clase es la manera con la que se enfrenta a lo que habita la realidad, sin dorarla, sin necesidad de escribir hagiografías o vidas de santos. Esto es lo que tenemos: depredadores sueltos, tiburones banales, y ésta es una manera de vencerlos, a través de una ironía implacable que muchas veces echo de menos por nuestras latitudes. Porque también existen DeLillos y Clines.
Actualmente, Harvey Wenstein está cumpliendo una condena de 23 años de cárcel, y continúa pendiente de nuevos juicios. Cuando andaba en libertad, votaba al Partido Demócrata. En cuanto a Jeffrey Epstein, como nos recuerda la autora a través de la mente de Weinstein, se ahorcó en su celda hace dos años.
Comento esta lectura con mi pareja. Comenta: parece que la autora ha practicado un ejercicio de "empatía salvaje". Me parece muy acertado. Leo que en las entrevistas que le hacen, Emma Cline afirma también que todos y todas tenemos a un Weinstein dentro. Eso también es muy acertado. La hipocresía aísla al monstruo caído, y así se abandona la tarea de buscar los porqués de tanto mal. Satanizando al agresor nos permite salvar el paisaje, y no debería ser así. La podredumbre está arraigada en el sistema. Empatizar con el depredador nos conduce a preguntarnos sobre la depredación, y así es como llegamos a empatizar con las víctimas y a describir la realidad que ha permitido esa normalidad persistente y odiosa. El lenguaje literario es transformador cuando se atreve a explorar ese tipo de campos de minas.
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