La España peregrina está volviendo. No como lo hicieron en su día Alberti, Pasionaria o Tarradellas, eminencias grises que fueron celebradas como héroes después de una larga vida en el destierro. No, el último exilio español está repatriándose en plena edad productiva, discretamente, sin demasiadas esperanzas, pero con ganas de reintegración y un importante equipaje intelectual a cuestas.
Sebastiaan Faber
Desde el exilio masivo producido por la Guerra Civil no ha habido generación de universitarios españoles que —ante la cerrazón del sistema español, cuyas prácticas y costumbres apenas se han modernizado— no haya probado suerte en Estados Unidos. Muchas veces con éxito: miles de cerebros ibéricos fugados han llegado a ocupar plazas y cátedras en una de las casi 4.000 universidades con que cuenta el país. Los últimos éxodos, sin embargo, lo han tenido más complicado, incluida la ola de investigadores jóvenes que hicieron el salto trasatlántico después de la Gran Recesión. Muchos sacaron becas de doctorado en centros prestigiosos, donde realizaron trabajos brillantes; pero, al terminar sus estudios, se toparon de bruces con un mercado laboral en plena contracción y un clima político cada vez más asfixiante, una situación que ha afectado con especial saña a los campos humanísticos. Ante la perspectiva de seguir bregando en puestos universitarios temporales, mal pagados o en lugares remotos —si no directamente en el paro— la idea del regreso se les ha presentado cada vez más tentadora.
Para la poeta extremeña Azahara Palomeque (El Sur, 1986), el Día D llegó la primavera pasada. Después de 13 años en Estados Unidos, coronados con un doctorado de la Universidad de Princeton, donde escribió una tesis sobre el exilio republicano español, decidió regresar a casa. Desde finales de mayo, se encuentra en Badajoz con su marido, que es norteamericano hijo de inmigrantes portugueses. El plan: ganarse el pan escribiendo como poeta, escritora y periodista freelance. Pero, ante todo, pretende vivir.
Antes de emprender el viaje de regreso, Palomeque terminó su último poemario, Currículum (RIL editores), una amarga reflexión en verso —una “poesía del desencanto”, apunta Remedios Zafra en el prólogo— sobre las falsas promesas de una meritocracia capitalista que resulta ser mucho más capitalista que meritocrática: insolidaria, violenta, cruel e instrumental: “consciente burocracia, de ahora / en adelante / llámame herramienta”; “la parte contratante cede un sudor / y la angulación vertebral de sus próximos / treinta y cinco años”; “acabamos de acompasar / nuestras agriculturas para cooptar al riel, / al manubrio, / al motor que no explota / mientras aguante el miedo”.
Una crítica social con ecos de Cernuda en su más amargo exilio norteamericano (“esta tierra, / la fortaleza del fastidio atareado, / por donde sólo van sombras de hombres”), Currículum sirve como último capítulo de una etapa vital de 13 años marcada por una ampliación de perspectivas y herramientas, pero también por el sufrimiento y la frustración, convertidos a su vez en un aprendizaje que Palomeque está ansiosa de compartir. “Recuerda”, dice en un tuit reciente, “que tú no eres tu productividad, que la autoexplotación no te realiza, que la jornada de 8 horas ya peina canas, y que el trabajo no te ‘hace libre’ si no es justo, poco, repartido y estrictamente necesario”.
El tema del desencanto está muy presente en esta colección. Cuando salió de España en 2009, ¿también se sentía desengañada?
Me fui sobre todo con la necesidad de tener que buscarme la vida en plena crisis. Estados Unidos parecía una buena opción. Mi primer destino fue Austin, Texas, donde hice un máster en estudios brasileños. Después me pasé a Princeton, también becada.
Azahara Palomeque: "Noto una penetración de la posverdad que antes no había"
Trece años después es el sueño americano el que produce el desencanto. El reencuentro con España, en cambio, ¿ha sido algo así como un reencanto?
Supongo que se podría llamar así, aunque creo que refleja, ante todo, un cambio de valores. He aprendido a valorar cosas a las que antes no le daba tanta importancia: la familia, amigos, tiempo para salir. Tener conversaciones que te nutran incluso a nivel espiritual. Ver el sol todos los días. El haber pasado por varias depresiones también te altera la perspectiva. Cuando me fui, acababa de terminar la licenciatura y no tenía apenas trayectoria laboral. El objetivo era sobrevivir y esto significaba buscar un trabajo a toda costa. Ahora la prioridad principal ya no es esa. Me he dado cuenta de que no vale la pena vender tu alma al diablo por un trabajo que no te satisface y por el que sacrificas muchas otras cosas.
Y España, ¿también la nota cambiada?
Mucho. Noto una penetración de la posverdad que antes no había, un ambiente informativo tóxico que contamina mucho la opinión pública. Los marcos ideológicos están más virados hacia la derecha. La gente tiende a pensar de manera más conservadora de lo que yo me esperaba.
¿Como en qué?
Por ejemplo, cuando entrevisté a Pablo Iglesias hace poco para La Marea, fue lo más leído en la revista durante cinco días. Sin embargo, a mi alrededor casi nadie me dijo nada. Me consta que la gente lo estaba leyendo, pero se formó como un círculo de silencio. Fue entonces cuando me di cuenta del impacto que ha tenido la manipulación mediática en torno a Podemos e Iglesias, de que se han convertido en algo así como en un demonio del vudú. Incluso la gente que simpatiza con Podemos ha dejado de admitirlo abiertamente. Al parecer está mal visto.
Al mismo tiempo, he notado en sus reportajes una tendencia a subrayar que no todo está mal en España, sobre todo en lo que respecta a la sociedad civil.
Es verdad. Por ejemplo, en comparación con Estados Unidos, donde hay un derroche abrumador sin que apenas se hable del desastre medioambiental, aquí el ecologismo es muchísimo más fuerte, más combativo. También el movimiento feminista. Noto mucha más solidaridad entre mujeres.
¿Independientemente de su orientación política?
Sí. Incluso entre mujeres que a lo mejor votan al PP —Badajoz siempre ha sido del PP— hay una capacidad muy clara de identificar y denunciar comportamientos machistas. Es algo que sin duda se debe al trabajo de los movimientos de base durante muchos años.
¿Más que en Estados Unidos?
Mucho más. En Estados Unidos casi no se podía hablar de machismo. Si intentas identificar comportamientos concretos, puede que se interprete incluso como una posición de debilidad que te “rebajes” a jugar esa carta. Del mismo modo, allí apenas se habla de la violencia de género —que se insiste en seguir llamando “violencia doméstica”— y ni siquiera hay estadísticas del problema como tal.
Azahara Palomeque: "Noto mucha más solidaridad entre mujeres".
Sus primeros reportajes periodísticos desde Estados Unidos para prensa española analizaban la crisis sanitaria: la falta de seguro, las facturas astronómicas que llevan a muchos a la bancarrota, la desigualdad de los servicios… Esos textos, ¿llevaban implícito un aviso al público lector español?
Claro que sí: porque también en España está creciendo el número de gente con seguros privados al mismo tiempo que en muchas comunidades se están desmantelando los servicios públicos. No solo en sanidad, también en educación. Aunque estamos mucho mejor que en Estados Unidos todavía, todo ello corre peligro. La gente da por sentadas ciertas cosas —que te tengan que operar y que te salga gratis, por ejemplo— pero no está dicho que las cosas vayan a seguir así si no luchamos por mantenerlas. Quedan ya muy pocos países con este tipo de Estado del bienestar. Y, si fuera por la derecha, dejaríamos de tenerlo muy pronto.
Usted se doctoró cum laude en Princeton, en un sistema pensado casi exclusivamente para que las y los doctores saquen una plaza universitaria. Desde hace años, esa promesa implícita está resultando falsa: apenas se convocan plazas fijas ya. Las salidas profesionales alternativas son pocas y penosas, como cuenta en Currículum. ¿Le costó decir “basta” y dar por saldada su aventura migratoria?
Bueno, hay que recordar que la emigración supone una inversión enorme, no solo de energía sino de asunción de pérdidas. Implica un sacrificio de tal envergadura que realmente te tiene que compensar para que te quieras quedar fuera. Y, claro, esas compensaciones se dan. Mis suegros, por ejemplo, emigraron a Norteamérica desde Portugal a finales de los años 60. Vivían en una dictadura, a mi suegro lo iban a mandar a la guerra de Angola. Para ellos, emigrar fue maravilloso: se encontraron con un país lleno de libertades y oportunidades laborales incluso para los que no tenían estudios. Trabajando en fábricas los dos pudieron fácilmente escalar a la clase media o incluso media-alta. Ganaron mucho más de lo que perdieron.
Lo que no ha sido su caso, precisamente.
Yo me fui en busca de oportunidades laborales, pero dejando atrás un país con libertades, con una sanidad muy buena, con mi familia y mis amigos. Después de sacar el doctorado, decidí no buscar plaza en un departamento de Español: la escritura puramente académica no me satisfacía, me atraía más lo literario. Antes, en Estados Unidos podías conseguir plaza de profesor siendo escritor (novelista, poeta...) Ahora ya no. Además, quitando cuatro departamentos, el idioma está muy denigrado. Entonces decidí buscar trabajo en otras áreas. Pero al salir del mundo hispanista me topé, como extranjera que soy, con un muro de racismo en el mundo laboral que funcionaba como otro techo de cristal. Entonces reflexioné y concluí que ya no me compensaba: ni lo que dejé era tan malo, ni lo que me encontré era tan bueno.
¿De qué le han servido esos años?
Sin ir más lejos, la oportunidad de estudiar en Princeton, a pesar de que en su momento no me gustara y siempre he sido muy crítica, me ha dado muchas herramientas para seguir adelante. Incluso ahora como periodista, me sirve mucho tener mis tablas de investigadora.
La noto menos amarga que en los poemas de Currículum.
A la hora de decidir volver también he decidido no seguir anclada a esa frustración. A mi generación siempre nos han querido vender lo mismo: si te preparas y eres responsable, llegarás a conseguir un buen trabajo. Pues resulta que no es así. Ahora me parece que muchos de mi generación hemos sobrevalorado el trabajo. Pero ya me da igual: con que me llegue para vivir más o menos dignamente, me basta. La satisfacción la busco en otras cosas. Y me consta que no soy la única. En mi generación, que es la del 15M, se nos ha roto el mito del progreso con que nos alimentaron. Roto ese mito, ¿qué haces? Pues vas donde esté tu gente, donde tengas apoyo, donde te sientas querida. Y lo demás ya se andará.
Que no le importe el trabajo me cuesta un poco creerlo. Escribe y publica sin cesar en La Marea, Contexto o El País, además de colaborar en la radio. Y muchos de sus reportajes —sobre la crisis climática, por ejemplo— parten de serios esfuerzos de investigación. Sin contar con que trabajar como escritora freelance y mantener una presencia en las redes supone una inversión de muchas horas.
Sí, estoy trabajando mucho, es verdad. Pero para mí no deja de ser un privilegio —una maravilla— vivir como vivo. Gasto muy poco porque vivo en Badajoz, que es una ciudad muy barata. Elijo yo mis horarios, lo que me va muy bien porque tengo un biorritmo muy nocturno. Por fin duermo bien. Físicamente me encuentro mejor. Y puede que escriba mucho, pero lo disfruto y no me obsesiono con producir. Hay días que me los tomo libres y me voy de juerga. Esas cosas habrían sido impensables en Estados Unidos porque ni siquiera tenía con quien, mi marido y yo estábamos muy solos. Ahora tengo un teléfono que está todo el rato vibrando con gente que me llama para quedar. Varios medios me están abriendo las puertas, tengo un público al que le gusta mi poesía… En fin: tengo muchas ideas en la cabeza y mucho apoyo y mucho cariño.
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