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“Mis varias vidas”: Marcela de Juan y “La China que viví y entreví”



La Línea del Horizonte recupera un texto autobiográfico tan brillante como inverosímil, publicado por primera vez por Luis de Caralt en 1977.


Andreu Navarra


Lo que nos explica Huang Masai (Marcela de Juan en su versión hispanizada) en estas sus memorias es poco creíble. Causa pasmo tanto por su estilo desenfadado como por las peripecias que narra. Que hiciera amistad con el príncipe de Gales, o bailara con el conde Ciano o se codeara de niña con casi todos los ministros del gobierno español de la segunda restauración. Que jugara al escondite y correteara por las galerías y jardines del Palacio Imperial de Pekín. Que la recibiera la mismísima Emperatriz. Que su padre, un culto diplomático chino, aprendiera a torear en la academia de Frascuelo. Que llegara a entrevistar a Indira Gandhi. Que su hermana fuera un andrógino que llegó a coronel camuflada en un uniforme masculino. Que todos los cines de Sanghái los construyera un español. Que tradujera y preparara hasta seis ediciones de poesía y narrativa chinas, en la España gris del franquismo, y que hayamos tardado casi medio siglo en recuperar a una escritora tan interesante, que hará las delicias del público viajero y del lector selecto.

Marcela de Juan: “Trabajar es vivir y lo que no está vivo me desagrada."

Desde pequeña tuvo un carácter extraño, entre la timidez y la audacia, entre el desparpajo y la aventura, propia de una exploradora de mundos intermedios: “Yo tenía tres años y me pasaban fácilmente dos o tres horas delante de un espejo charlando conmigo misma. Por primera vez me di cuenta de la incomprensión que tienen los mayores con los niños, pues en casa creían que me miraba al espejo por coquetería, cuando yo vivía ya entonces mi vida recóndita y aislada, sólo mía”. Cuando un yo es tan sabio y alegre causa un gran placer la literatura del yo.

Hwang Lü He, padre de la escritora

Aquí todo bebe de la simplicidad de los proverbios chinos, sazonando la aparente complejidad de una vida viajera: “Trabajar es vivir y lo que no está vivo me desagrada. El temor a la muerte, por otra parte, está en función del no-vivir”. Marcela de Juan no paró nunca de moverse ni de escribir, y el resultado fue este libro tardío que no tiene equivalente ni paralelo entre las letras españolas.


“Si no viajo, me parece que la gente en mi derredor no cambia”, escribe en otro pasaje.


En su parte final, Marcela de Juan realiza una defensa casi cerrada de la China Popular fundada por Mao Zedong. Es la parte menos interesante de su libro. Sus argumentos tienen mucho que ver con la higienización y la eliminación del sistema señorial, lo cual no deja de tener su lógica: en una visión regeneracionista, Marcela de Juan celebra que China se haya sacudido de encima el hambre, la esclavitud, los señores de la guerra y las injerencias extranjeras. Deplora, eso sí, que se derribaran las murallas de Pekín y que se trazaran anchas avenidas sobre lo que antaño había sido un dédalo encantador de calles vivas. En su elogio no hay consignas prefabricadas ni tópicos, pero sí olvidos, teniendo en cuenta que la Revolución Cultural costó la vida de 83 millones de personas. Por decirlo de algún modo, Marcela de Juan adora al reformador pero se olvida de indagar en la cara oscura de la revolución.


Tampoco se acaba de apartar del buen humor que preside la primera parte de su libro, dedicada a glosar el sabroso Madrid en el que creció. Entre los amigos más cercanos de esta familia singular figuraban el novelista Pío Baroja y su hermana Carmen, así como Natalio Rivas, ministro de Instrucción y una larga galería de tipos pintorescos que impregnan estos capítulos de animación casi costumbrista. Explica De Juan: “en Madrid vivíamos, pues, felices e ignorados. Solo mis padres hacían su vida diplomática, no tan movida como es ahora, y en la que rara vez participábamos, pues éramos muy pequeñas. Recuerdo que una noche llegó mi padre descompuesto: “¡Han asesinado a Don José!”. Se trataba de Canalejas, a quien mi padre quería entrañablemente y a quien recuerdo haber visto alguna vez por casa con espesos bigotes y sus grandes gafas. “¡Pobre España!”, dijo entonces mi padre. Y es que ese liberal chino sabía perfectamente que el anarquismo cometió un error disparando contra Canalejas aquel 12 de noviembre de 1912.

Marcela de Juan: “Si no viajo, me parece que la gente en mi derredor no cambia”.

Un año antes Hwang Lü He, padre de Marcela, se había cortado la coleta de mandarín para celebrar la llegada de la República china.

Nadine de Juan, con su uniforme militar

Romanones era también un habitual de una casa tan liberal. Para Marcela de Juan, el Madrid de antes de la guerra del 14 era un lugar más abierto que la China colonial, llena de barreras de raza y clase. En España no se metían con que fuera eurasiana, hija de padre chino y madre belga, y en cambio en Pekín ello era un obstáculo fatal cada día. Sobre sus años en China también guardaba un recuerdo positivo e imborrable: “Los quince años que viví en Pekín son particularmente importantes porque durante ese período los viejos y los nuevos elementos llegaron a entenderse. Fui testigo de un colapso y vi florecer la vida nueva de entre las ruinas, el alma china en su evolución, pero que no perdió ni su nobleza ni su calma”. Marcela de Juan tuvo tiempo y libertad para estudiar y divertirse sin trabas sumergida en una civilización que la fascinaba, a cuyo estudio consagró su vida.


Por eso el resultado fue una escritora tan singular, destacada sinóloga y habitual de la prensa de postguerra, con una mirada tan distinta a la trágica que tuvieron que adoptar otras escritoras españolas del momento, como María Zambrano, María Teresa León, Carmen Parga, Ana María Matute o incluso Carmen Laforet. Concluye nuestra viajera: “Me gusta el mundo, me conmueve profundamente”. Marcela de Juan continuaba viviendo en su doble dimensión paralela: su universo interior autosuficiente y la China que guardaba en su memoria.




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