Pasaron de coser las capuchas de sus maridos a ser el “pegamento” de la organización defendiendo el derecho al sufragio femenino blanco para contrarrestar el voto de los negros; orquestaron “clubs sociales” como pantalla de los linchamientos del KKK, y se convirtieron en una suerte de carismáticas Goebbels.
Beatriz García Guirado
Blanquear la historia de las mujeres es otra forma de doblegarlas. Decir, por ejemplo: “Nacimos todas con un ADN feminista, no está en nuestra biología el pisotear, asesinar y ser unas miserables hijas de puta secuestra nuestro lado oscuro”. Y alguien a quien le niegan su sombra, ¿cómo va a reconocer cuando ésta se abalanza sobre las demás?
Las mujeres del Klan no alquitranaban a los negros ni los cubrían de plumas, ni los colganban de los árboles como frutos extraños a los que cantó Billie Holiday para luego desventrarlos. Ellas no se mancharon las manos, pero su función dentro del KKK fue tan esencial como lo son las campañas políticas, y uno de los momentos mejor “encapuchados” de la historia de América.
Empecemos por el principio. O uno de ellos.
En 1865, tras el final de la Guerra de Secesión, un grupo de soldados confederados fundaron en Nashville un grupo terrorista nocturno bajo la apariencia de una organización secreta -’Ku Klux’ viene del griego, ‘Kyklos’ o círculo-, estableciendo una serie de ritos y consignas y organizando cacerías nocturnas en las que cabalgaban armados con antorchas para torturar y linchar a negros libertos bajo todo tipo de acusaciones sin fundamento.
Pero, ¿cómo llegó el “feminismo” a estar emparentado con el odio?
Se sentían humillados porque habían perdido la guerra y con ello un modo de vida muy rentable, y no estaban dispuestos a que “sus angelicales e inocentes” esposas fuesen violadas por los hombres de color que paseaban a sus anchas ahora que no llevaban grilletes. Y así ocurrió hasta 1871, cuando una ley del Gobierno federal disolvió ese primer KKK.
Hasta ese momento, las mujeres habían permanecido a un lado, cosiendo los “uniformes” con los que sus maridos impartían justicia y volvían a blanquear el país.
Sin embargo, las tornas cambiarían una noche de Acción de Gracias de 1915.
La lista infinita
Una cruz de fuego se divisa a lo lejos en una colina de Atlanta. Hay 34 hombres que avanzan dirigidos por William Joseph Simmons, pastor metodista expulsado de su iglesia, veterano de guerra y fundador de este segundo KKK.
La idea surgió de El Nacimiento de una nación, la película D.W. Griffith, que inspiró a la búsqueda de ciertos principios de caballería a la horda de encapuchados, quienes se sabían mucho más legitimados por una causa mayor que una pugna entre negros y blancos.
Su primera víctima, por la que ardía la cruz en la colina de Atlanta, fue un fabricante de lápices judío, Leo Frank, que había sido acusado de violar y asesinar a una niña y también se convertiría en “fruto extraño” -linchado por una turba -de hecho, su inocencia sólo se demostró de forma póstuma en 1986.
Muchas mujeres se unieron al Klan por voluntad propia y arrastraron a sus familias al llamado “club social”.
A partir de ese momento, la lista de enemigos se amplió hasta que el odio se extendió a los inmigrantes, los judíos, los católicos, los mormones, los homosexuales y cualquier, en suma, que no formase parte de esa élite blanca, protestante y nacionalista elegida para limpiar y reinstaurar un orden casi divino.
Pero, ¿cómo llegó el feminismo a estar emparentado con el odio?
Sufragismo supremacista
“Hablaban conmigo como si por mi color tuviera que estar de acuerdo con sus insidias”, dijo Kathleen Blee a NYT.
Profesora de Sociología en Pittsburg, Blee se sorprendió hace unos años cuando encontró varios folletos del KKK defendiendo el sufragio femenino en los años 20’ y abogando porque se reconociera la jornada laboral de 8 horas para las amas de casa o su derecho a no perder el apellido de soltera al casarse.
Ahora que tenía enfrente a algunas de esas llamadas “Klanswomen” convertidas en dulces ancianitas, que había viajado a su Indiana natal a su encuentro, Kathleen Blee no daba crédito. Tan sólo en el estado, alrededor de un cuarto de millón de mujeres militaron en las filas del Klan -en todo el país fueron en torno a 6 millones- y muchas de ellas no lo habían hecho empujadas por sus maridos. Sino que se unieron por voluntad propia, introduciendo en la organización a sus familias.
“Los judíos están manipulando tanto a negros como a blancos”, le dijeron. La habían tomado por una aliada.
Sí, dulces batalladoras por la educación como Lillian Sedwick, quien como miembro de la Junta Escolar de Indiana luchó para que en las aulas se enseñase la superioridad de la raza blanca.
Ellas eran “el pegamento” del Klan.
Grupos como Kamelias, Queen of the Golden Mask o Ladies of the Invisible Empire se acabaron convirtiendo en el WKKK.
Mujeres como la cuáquera Daisy Douglas Barr, capaz de reunir en capillas y locales a casi 2000 personas que salían de sus mítines, donde declamaba: “Soy más que la túnica y la capucha (...) Soy el alma de América”, preparando sus plumas para firmar su adhesión al KKK.
También Mary Elizabeth Tyler, la ‘Goebbels del Klan’, que reunía a 20.000 personas en rodeos, competiciones aéreas y de natación. Una “pionera del marketing moderno”, según Blee, gracias a la cual el número de adeptos se multiplicó en tan sólo una década.
De esta forma, enarbolaron un activismo feminista de doble filo con tintes de “club social”, defendiendo el voto blanco de las mujeres para hacer contrapeso al voto concedido a los negros y celebraban rifas y actos benéficos para las trabajadoras, los huérfanos, los veteranos… Regando sus tea party de ideología, boicots a comercios, acusaciones falsas a políticos y racismo -las mujeres afroamericanas no pudieron votar en algunos estados sureños hasta los años 60’.
Grupos nacidos en esas primeras décadas del siglo XX, como las Kamelias, Queen of the Golden Mask o Ladies of the Invisible Empire, acabaron uniéndose bajo las siglas del Women of the Ku Klux Klan (WKKK).
E incluso dieron el salto al Partido Republicano.
También fueron corruptas.
Daisy Douglas Barr tuvo que cerrar su pico de oro cuando la denunciaron por enriquecerse con el negocio de la confección de túnicas. Más tarde, en 1923, fue obligada a dimitir de su cargo como vicepresidenta del Comité Republicano cuando se supo que era miembro del Klan.
A Mary Elizabeth Tyler le pasó algo parecido; no sólo comerciaba con las capuchas de la secta sino que se acostaba con el genio publicista del KKK, Edward Young Clarke, que estaba casado -la policía de Atlanta irrumpió en la casa y los detuvo por “conducta desordenada” y posesión de whisky.
Líos sexuales, financieros, malversación de fondos cometidos por el ‘pope’ Simmons, violaciones, secuestros… ¡asesinatos! Todos obras del Klan, que no estaba libre del pecado del que acusaba a todos, pero tiraba siempre la primera piedra.
Hasta que la secta se fue disolviendo poco a poco a la luz de los escándalos. Aunque a día de hoy su sombra siga planeando, anecdótica pero temible, o enmascarada bajo cornamentas, conspiraciones de Internet, y atentados contra la democracia.
Bajo estas capuchas también hay mujeres.
Fuentes:
Women of the Klan: Racism and Gender in the 1920’s, Kathleen Blee.
The Second Coming of the KKK. The Ku Klux Klan of the 1920s and the American Political Tradition, Linda Gordon.
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